El Guardián.
Glenda Prado Cabrera.
Estudiando mas detenidamente Los Anales de Eris, Fray Esteban de León encontró la clave para localizar los restos de un templo ubicado hace 14000 años en las sierras de San Lorenzo, construcción levantada no por humanos sino por los últimos descendientes de la raza antigua miles de años antes en aquel sitio que entonces era un gigantesco pantano a orillas del mar.
Un temor supersticioso alejó siempre a los indígenas que habitaban los alrededores, quienes procuraban no estar muy cerca de aquellos muros petrificados una vez que caía la noche; así se lo comentaron a Fray Esteban y a los primeros españoles que llegaron por ahí en busca de minas y esclavos fugitivos, quienes tomaron aquello como fruto de las fantasías supersticiosas de mentes idolatras y primitivas.
No fue aquel sentimiento lo que atrajo la atención del sacerdote ni mucho menos de los ambiciosos exploradores, sino el hallazgo de múltiples tapas, corchetes y presillas de plata empotradas en los recovecos mas alejados del cañón y al excavar los secos arroyos de los alrededores.
Muy pronto una multitud de improvisados gambusinos se dio a la tarea de escarbar por toda la zona para buscar el metal, sin importarles que muchas de las piezas estuvieran cubiertas de jeroglíficos y símbolos extraños que no correspondían a nada que los nativos alazapas o irritilas pudieran reconocer.
Sólo el religioso, con un poco más de curiosidad e interés, logró rescatar algunas presillas llenas de glifos y buscando quién pudiera traducir algo de lo que ahí observaba las mandó a sus superiores en Zacatecas y aún a la ciudad de México.
Nada pudieron decir en claro, aquellos escritos no se parecían en nada a los códices nahuas, al tarasco, al maya, al otomí; en suma, no se parecían a nada conocido. Apenas uno de los vocales del convento en la capital refirió que aquello podía interpretarse como señales similares a unas encontradas en viejos manuscritos de una abadía cátara que fuera destruida en los tiempos de las cruzadas albigenses; fue obligado a callar, so pena de ser remitido al Santo Oficio.
Encerrado por las noches en su custodia de la sierra de Mazapil, Fray Esteban continuó recopilando mas piezas de las pocas que escapaban al caldero y la fragua; poco a poco fue dando cuenta que algunos dibujos se repetían, entre ellos un sol negro bajo el cual una multitud parecía alzar los brazos en plegaria, lo que más llamó su atención fue que quizás por una ilusión óptica aquellos seres eran representados con cuatro o más apéndices; además de que no se les veía el rostro.
Intrigado, profundizó más en aquella oscura iconografía hasta observar que otro de los signos era ni mas ni menos que el templo del cual se alejaban los indígenas, un recinto redondo de altos muros completamente cerrado y sin ventanas visibles donde se alojaba aquel sol negro que arropaba a sus acólitos a cambio de ciertos sacrificios que a veces eran de seres humanos.
Aquel descubrimiento causo un hondo terror en el fraile, presintió que aquel signo de oscuridad podía bien seguir presente, oculto, aguardando bajo aquellas tierras desconocidas y alejadas desde hacia miles de años de la mano del Divino.
Con su testimonio y las piezas recogidas acudió ante el gobernador en la antigua villa del Saltillo y a las autoridades militares para que evitaran se siguiera excavando en los cañones o por lo menos se pusiera una mayor vigilancia para evitar incidentes; nada logró, y tras varios días de infructuosas diligencias regresó a Mazapil cuando el tiempo de las tempestades de invierno hicieron ya imposible el tránsito por las montañas.
Quizás por ello nadie dijo nada al principio, la pérdida de una o dos cuadrillas de mineros y custodias entre los farallones se consideró producto de accidentes por imprudencia y el clima; se acordó suspender toda actividad en tanto las nevadas no cesaran sobre las serranías; nadie volvió a hablar del asunto, hasta que las señales llegaron al pueblo.
Primero fueron sombras que se escurrían entre los sembradíos al atardecer, negros orbes flotando sobre los maizales y los ganados en alejadas rancherías, pastores cuyos cuerpos eran encontrados mutilados bajo los arboles en donde se habían detenido a descansar, cabañas abandonadas de cuyos dueños no se volvió a saber nada; y siempre aquellos soles negros que se perdían entre los lejanos picos en las horas que precedían al amanecer.
Aterrorizada, la gente abandonó sus cultivos y ganado para refugiarse en Mazapil o en San Esteban y Santiago de Saltillo; lo peor fue que muchos de ellos en los caminos de la montaña fueron envueltos por aquellos soles y sus cuerpos descubiertos secos y sin una gota de sangre a veces hasta las goteras de la villa de Monterrey.
Encerrado en su celda del convento, Fray Esteban terminó a principios de enero tras un agotador esfuerzo de entender el lenguaje de quienes habitaron antes del diluvio aquellos confines y con ellos quizás la respuesta al terror que estaban viviendo.
Llegaron de muy lejos, incluso es posible de mas allá de la luna escapando de una guerra exterminadora y un enemigo poderoso y oscuro contra el cual sus artes mágicas no pudieron contener.
Bajaron del cielo a la orilla de un pequeño golfo en lo que después sería el bolsón de Mapimí y desde ese sitio caminaron hasta llegar a estas montañas, donde se refugiaron y construyeron un templo no sólo para adorar a sus dioses, sino para invocar a los soles negros, los guardianes de su raza, los protectores que les habían ayudado desde tiempos infinitos a mantener viva a la raza y traerla hasta este planeta para continuar su adoración.
A cambio estos les pedían sacrificios constantes para renovar su energía y seguir siendo inmortales; en ello descubrieron que en las llanuras cercanas iban llegando otros colonizadores, los originales del planeta, bípedos débiles y primitivos en pequeñas bandas fáciles de ubicar y acorralar para luego llevarlos como ganado al templo donde alimentaban la sed de los guardianes.
Así pasaron siglos, hasta que un día los cielos se quebraron, la luna y el sol parecieron desvanecerse y las aguas celestiales se precipitaron sobre la tierra borrando todo rastro de vida.
Refugiados en los picos, aquellos seres lograron difícilmente sobrevivir, gracias a sus conocimientos de magia consiguieron levantar nuevamente el templo y su ciudad, la que guarda todos los secretos, pero descubrieron que ya no había mas seres para devorar, no había mas vidas que dar, y los soles respondieron iracundos.
Con gran temor, buscaron cada vez más lejos la carne necesaria para el sacrificio, pero solo encontraron que del norte y del mar oriental arribaban feroces tribus, hambrientos restos de las civilizaciones destruidas por el diluvio que no tenían temor a los antiguos y sólo buscaban arrasar y conquistar.
Fueron años de interminables guerras, al final a pesar de sus conocimientos, la raza original fue disminuyendo por el número mayor de los humanos y porque los soles ya no respondieron a su plegarias, secos sus vientres decidieron ocultarse en lo profundo de la tierra, mientras el templo ardía en llamas con sus últimos moradores, masacrados en el horrendo altar por los sacerdotes toltecas; luego estos siguieron su peregrinación, y el silencio cayó sobre las ruinas, hasta aquel día.
Todo esto lo supo Fray Esteban, y con ello fue directamente con el gobernador de la Nueva Vizcaya y las autoridades del arzobispado, ya no sólo, sino acompañado de decenas de aterrorizados habitantes del Mazapil y sus alrededores.
Difícil fue convencerlos, pero ante el peso de los testimonios la verdad se impuso, algo diabólico, oculto por milenios en las entrañas de la tierra había sido sacado a la luz y amenazaba los confines del virreinato.
(Continuará…) |